por el Sr. Cairo
Salió de la planta como todos los días. Sólo que un poco más tarde. Eran las ocho de la noche. En pleno invierno, a esa hora la oscuridad era absoluta.
Saludó al personal de seguridad que cuidaba la entrada. Pasó la primera puerta, se identificó como personal de la planta y le habilitaron el paso a la segunda puerta. Mostró el interior de su maletín, entonces una chicharra y el click característico le indicaron que podía abrir la segunda puerta. La que daba a la calle. Ya en la pequeña vereda apenas invadida con algo de pasto, respiró el aire helado y tuvo el primer escalofrío al presentir lo que podía pasar. Pero bueno, no se puede vivir con miedo, supuso.
Cosa curiosa. Ambas puertas de salida, la primera que habilitaba para pasar al pasillo de los guardias y la segunda, que permitía el acceso al y desde el exterior eran enrejadas. El mismo patio de la planta estaba al aire libre. Pero el frío lo sintió cuando salió a la calle.
Caminó los veinte pasos que lo separaban de la parada del colectivo. La noche cerrada lo envolvió. Apenas estaba la fuerte luz, sobre la entrada de la planta.
Una vez en la parada esperó, esperó. Esperó casi veinticinco minutos que viniera el colectivo. Después tendría que tomar el tren que lo llevara a Chacarita y de allí otro colectivo hasta su hogar en Parque de los Patricios. Su familia lo esperaba. Como él esperaba el colectivo.
Sentía el temor lógico por las cosas que estaban sucediendo últimamente. Sabía que aprovechaban a atacar a los que esperaban en la calle. Se abalanzaban sobre su presa desde una camioneta. O a veces un ciclista distraído era una de las bestias que atacaba. La salida de la luna abría la hora de la caza. Lo importante era que no le cerraran el camino a la entrada de la planta. Los guardias podrían protegerlo abriendo las puertas y cerrándolas tras de sí. Pero si le cerraban el camino estaba perdido. Nadie saldría a defenderlo.
Bestias. Los diarios ya les habían dado un nombre. Bestias les llamaron. Nada más apropiado el calificativo.
A pesar de que el patio de la planta era abierto, no se animaban a atacar allí adentro. Vaya uno a saber por qué, pero era así. Tampoco atacaban de día. Siempre debía ser por la noche. Bueno, pero eso era lógico. Pensó.
De repente los vió venir. Una camioneta con tres personas. Una maneja, dos en la caja.
“Mierda”, pensó “lo importante es que no me cierren el camino a la planta”. Sintió tanto miedo que no se animó a moverse.
La camioneta se detuvo cerca de la parada. En el semáforo. Pensó que ahora lo atacarían. Pero no. En la camioneta se notaron las caras asustadas. Claro, también hubo algunos que, haciéndose pasar por gente común que espera el colectivo, efectuaban ataques hacia pacíficos ciclistas, motociclistas o automovilistas que se detenían en el semáforo en la esquina de la planta.
“Si esto sigue así, en el futuro nadie se detendrá en el semáforo” piensa.
Finalmente a lo lejos, a unas dos cuadras, la sombra bamboleante del tres veintiocho. “Apurate” pensó. Tardaba en venir... Miraba al cielo, a los costados... nunca se sabe de donde vienen.
El colectivo ya estaba en la esquina. Venía lento. Bamboleándose al compás de los baches y las cunetas. Tardaba. “Vení de una vez... boludo”.
“Ya llega, ya llega...”. Ya estaba a mitad de cuadra. Extrañamente oscuro en su interior. A veces venían así en la provincia. Eso le molestaba particularmente porque le impedían leer. Parecían boliches. Hasta luz azul tenían algunos.
El colectivo se detuvo y abrió su puerta delantera. El chofer ni miró. Esperó a que subiera de una vez. En los primeros escalones se dio cuenta de que estaba más oscuro que de costumbre. “Bueno”, pensó, “no voy a poder leer. Tendré que conformarme con la radio. Si al menos jugara Boca”.
- Setenta y cinco... - Se escuchó decir. Le pareció que hasta hubo un cierto eco en el pesado silencio del ambiente. La puerta se cierra detrás de él con el zumbido neumático característico. El colectivo arranca... está cruzando la avenida Márquez, el Camino de Cintura... él camina por el pasillo según el pronunciado vaivén. Alguien duerme en el último asiento. Hay unas seis o siete personas en el vehículo.
¿Personas? Los seres humanos no tienen esa mirada de ojos rojos como carbones encendidos en la oscuridad... ni se abalanzan sobre uno relamiéndose. Tampoco tienen esa palidez artificial, ni las ojeras que resaltan en el blanco de su cara, ni los dientes afilados, blancos, relucientes. Algunos hasta tienen manchas de sangre en ellos. Sangre que se les resbala por la comisura de los labios. Sangre de ese que parece dormir pero que ahora se nota que es la última víctima de esa jauría vampírica.
Lo último que nota es el hedor. El aliento acre del primero que se le aproxima. El olor a sangre seca, a carne podrida de varios días. El olor a la muerte.
Luego la gran oscuridad... Y a cazar nuevas víctimas. Para hacer nuevas bestias.
Fin
Salió de la planta como todos los días. Sólo que un poco más tarde. Eran las ocho de la noche. En pleno invierno, a esa hora la oscuridad era absoluta.
Saludó al personal de seguridad que cuidaba la entrada. Pasó la primera puerta, se identificó como personal de la planta y le habilitaron el paso a la segunda puerta. Mostró el interior de su maletín, entonces una chicharra y el click característico le indicaron que podía abrir la segunda puerta. La que daba a la calle. Ya en la pequeña vereda apenas invadida con algo de pasto, respiró el aire helado y tuvo el primer escalofrío al presentir lo que podía pasar. Pero bueno, no se puede vivir con miedo, supuso.
Cosa curiosa. Ambas puertas de salida, la primera que habilitaba para pasar al pasillo de los guardias y la segunda, que permitía el acceso al y desde el exterior eran enrejadas. El mismo patio de la planta estaba al aire libre. Pero el frío lo sintió cuando salió a la calle.
Caminó los veinte pasos que lo separaban de la parada del colectivo. La noche cerrada lo envolvió. Apenas estaba la fuerte luz, sobre la entrada de la planta.
Una vez en la parada esperó, esperó. Esperó casi veinticinco minutos que viniera el colectivo. Después tendría que tomar el tren que lo llevara a Chacarita y de allí otro colectivo hasta su hogar en Parque de los Patricios. Su familia lo esperaba. Como él esperaba el colectivo.
Sentía el temor lógico por las cosas que estaban sucediendo últimamente. Sabía que aprovechaban a atacar a los que esperaban en la calle. Se abalanzaban sobre su presa desde una camioneta. O a veces un ciclista distraído era una de las bestias que atacaba. La salida de la luna abría la hora de la caza. Lo importante era que no le cerraran el camino a la entrada de la planta. Los guardias podrían protegerlo abriendo las puertas y cerrándolas tras de sí. Pero si le cerraban el camino estaba perdido. Nadie saldría a defenderlo.
Bestias. Los diarios ya les habían dado un nombre. Bestias les llamaron. Nada más apropiado el calificativo.
A pesar de que el patio de la planta era abierto, no se animaban a atacar allí adentro. Vaya uno a saber por qué, pero era así. Tampoco atacaban de día. Siempre debía ser por la noche. Bueno, pero eso era lógico. Pensó.
De repente los vió venir. Una camioneta con tres personas. Una maneja, dos en la caja.
“Mierda”, pensó “lo importante es que no me cierren el camino a la planta”. Sintió tanto miedo que no se animó a moverse.
La camioneta se detuvo cerca de la parada. En el semáforo. Pensó que ahora lo atacarían. Pero no. En la camioneta se notaron las caras asustadas. Claro, también hubo algunos que, haciéndose pasar por gente común que espera el colectivo, efectuaban ataques hacia pacíficos ciclistas, motociclistas o automovilistas que se detenían en el semáforo en la esquina de la planta.
“Si esto sigue así, en el futuro nadie se detendrá en el semáforo” piensa.
Finalmente a lo lejos, a unas dos cuadras, la sombra bamboleante del tres veintiocho. “Apurate” pensó. Tardaba en venir... Miraba al cielo, a los costados... nunca se sabe de donde vienen.
El colectivo ya estaba en la esquina. Venía lento. Bamboleándose al compás de los baches y las cunetas. Tardaba. “Vení de una vez... boludo”.
“Ya llega, ya llega...”. Ya estaba a mitad de cuadra. Extrañamente oscuro en su interior. A veces venían así en la provincia. Eso le molestaba particularmente porque le impedían leer. Parecían boliches. Hasta luz azul tenían algunos.
El colectivo se detuvo y abrió su puerta delantera. El chofer ni miró. Esperó a que subiera de una vez. En los primeros escalones se dio cuenta de que estaba más oscuro que de costumbre. “Bueno”, pensó, “no voy a poder leer. Tendré que conformarme con la radio. Si al menos jugara Boca”.
- Setenta y cinco... - Se escuchó decir. Le pareció que hasta hubo un cierto eco en el pesado silencio del ambiente. La puerta se cierra detrás de él con el zumbido neumático característico. El colectivo arranca... está cruzando la avenida Márquez, el Camino de Cintura... él camina por el pasillo según el pronunciado vaivén. Alguien duerme en el último asiento. Hay unas seis o siete personas en el vehículo.
¿Personas? Los seres humanos no tienen esa mirada de ojos rojos como carbones encendidos en la oscuridad... ni se abalanzan sobre uno relamiéndose. Tampoco tienen esa palidez artificial, ni las ojeras que resaltan en el blanco de su cara, ni los dientes afilados, blancos, relucientes. Algunos hasta tienen manchas de sangre en ellos. Sangre que se les resbala por la comisura de los labios. Sangre de ese que parece dormir pero que ahora se nota que es la última víctima de esa jauría vampírica.
Lo último que nota es el hedor. El aliento acre del primero que se le aproxima. El olor a sangre seca, a carne podrida de varios días. El olor a la muerte.
Luego la gran oscuridad... Y a cazar nuevas víctimas. Para hacer nuevas bestias.
Fin
4 comentarios:
Inesperado final, realmente me esperaba un asalto o algo por ese lado.
Vos sabes que realmente laburaba ahí. Y más de una vez, salí de noche y en una de esas veces pensé ese cuento. Pero no era para tanto. Y en realidad tenía más miedo a un asalto que a cualquier otra cosa. Cuando vi venir el bondi oscuro y bamboleandose, se me ocurrió el cuento.
Un abrazo
Ese cuento iba a ver la luz publicada en uns revistita. ¿Se acuerda, Mr Cairo?
Sí, es verdad... La verdad es que me hubiera gustado eso.
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