viernes, 28 de noviembre de 2008

Como empezó todo


Fue un día como tantos otros. O al menos eso creía. Nunca pensé que ese día me marcaría de tal manera.

Primavera de 1975, se aproximaba el fin de clase. Séptimo grado, éramos grandes. No había necesidad de estudiar tanto. Si la maestra ni siquiera nos tomaba lección. Nos la pasábamos vendiendo alfajores y rifas para el viaje de fin de curso. No nos dábamos cuenta de que pronto la noche más cerrada abrasaría a una gran parte de los argentinos. Éramos chicos.

Yo no era mucho de ir a jugar a la pelota. Algunas veces cruzaba Perú y me juntaba con los pibes de la cuadra a jugar. La vereda de Perú que daba a mi casa era angosta. Era la vereda impar. Allí no se podía. En cambio la vereda par era ancha y además tenía autos estacionados perpendicularmente a la calle. Eso era un paraíso para jugar ya que no había peligro alguno. En la puerta del negocio de Don Alberto que vendía caramelos, bombones y café, o en la florería, donde ahora hay un lavadero, jugábamos a la pelota, a la mancha, a las escondidas o a cachurra.

En esos días Javier, que vivía en frente de mi edificio, me había metido en la cabeza la idea de ir a la biblioteca pública que estaba en México entre Perú y Bolívar. Esa que ahora está cerca de Libertador y Pueyrredón. La otra era hermosa, húmeda, antigua, bah, recontra vieja. Nada que ver con la que hicieron hace un tiempo. A esa íbamos seguido a pasar las tardes leyendo los libros de la colección Robin Hood o de la serie Billiken. A la nueva no fui nunca. Minga voy a ir. ¿Para que? No debe ni puede tener la magia que tenía la vieja. Una cagada debe ser.

Esa tarde fui solo. Vagaba por los estantes llenos de libros. Algunos con polvo de décadas, otros ajados de tanto manoseo. Creo que leí por decimocuarta vez el quinto capítulo de "Los Robisones Suizos" (¿o eran Robinsones?). De pronto lo veo... Pero... ¿que hace acá ese libro de formato tan extraño?

Yo ya había visto su tapa varias veces en el kiosco de diarios que estaba en la esquina de Perú y México. Sobre la vereda angosta. Que ahora está ubicado en diagonal a aquella, en una vereda ancha a los pies de un edificio con vidrios enormes que está justo en la esquina.

Los diareros, hermanos ya fallecidos, traficantes de sustancias generadoras de tanta dependencia durante mi niñez como fueron esas Novaro, esas Billiken, esos Anteojitos y Antifaces que tanto me entretuvieron.

Los diareros, decía, (¿uno se llamaba Juan?) la tenían en exposición y yo cada vez que volvía de la escuela, pasaba me compraba una Patoruzú, o un Pif-Paf o El Tony y miraba su tapa extrañado y pensando qué clase de publicación sería... Parecía para grandes, de difícil lectura...

Ahora la tenía enfrente de mis ojos y apenas me animaba a tocarla. ¿Que hago? ¿La saco? El primer impulso al que cedí fue ojearla.

Y bueno dije, ya que estoy la veo...

Dicho y hecho. La saqué y empecé a dar vueltas sus hojas. La primera sorpresa es que no era un libro como yo había pensado hasta ese momento. Era un libro de historietas. No un comic como le dicen ahora, sino una historieta. De las de antes. Eso la acercaba más a mí. Lo siguiente que me llamó la atención era su procedencia. Era argentina. Se le notaba por los dibujos de las casas, las calles y la gente en general. Era de acá. Pero yo ya estaba acostumbrado. Si leía seguido el Tit-bits y el Pif-Paf. Las de Columba eran más internacionales. Pero las otras, las de la Editorial Record eran más locales.

Bueno, la cosa es que me senté y empecé la lectura.

A medida que leía me iba metiendo más en el tema. Al final se hicieron las siete de la tarde y la biblioteca ya cerraba. Así que no me quedaba otra que irme a mi casa y seguir al otro día. “Maldición” pensé. Me quedaría con la intriga de lo que les pasaba a esos personajes tan interesantes.

Demás está decir que al otro día, apenas salí de la escuela me fui volando a la biblioteca. Yo en esa época, iba a la Victoriano Emilio Montes, que estaba en Perú y Estados Unidos. Así que las cuatro cuadras las hice volando.

Mi primer temor era que se hubieran llevado el libro o que lo hubieran elegido antes de que yo pudiera llegar. Pero no, ahí estaba en su estante, esperándome justo donde yo lo dejara la tarde anterior.

Bueno, ¿dónde nos habíamos quedado? Ah, sí, en la parte en que....

Y me metí nuevamente en la vida de esos bonaerenses que vivían la aventura más fabulosa que se pudiera creer.

Entonces vino mi primera decepción. Ya que soy de la contra. Pero bueno, digamos que la historia era tan buena que se les perdonaba cualquier cosa. Además la acción, aunque el lugar no lo mereciera, estaba muy bien contada. Años después me di cuenta que el dibujante era archirrival mío en ese tema. Por lo tanto él había elegido el escenario adecuado según su criterio. Aunque yo hubiera preferido el otro lugar para inmortalizar.

Pero esos dibujos tan detallados eran excelentes. Ese guión era maravilloso. Esos blancos y negros eran mejor que cualquier color que yo hubiera visto antes.

A los autores no los conocía porque nunca le había prestado atención a los créditos de las historietas. Eso vendría después. Cuando las leyera de otra manera. Ahora lo que veía era la aventura. Y esta historieta tenía aventura por demás.

Los personajes eran gente común. De barrio. Familias y amigos que sobrevivían al peor caos imaginable. Esos lugares del centro, tan detallados y que yo reconocía por haber caminado con mi viejo tantas veces. Luego la destrucción total. Aún recuerdo lo que me sacudió y me conmocionó verlo.

Pero nada me sacudió tanto como el final. Abierto pero duro como una sentencia de muerte. Filoso. Cortante. Todo ocurriría inexorablemente. Como una profecía del Apocalipsis. Tanto me conmocionó que cuando volví a casa, más tarde que el día anterior, le conté a mi viejo detalladamente lo que había leído.

Recuerdo que él me dijo que también lo había leído cuando salió a principios de los '60 en entregas periódicas. Entonces respiré aliviado. Nunca había ocurrido y era posible que nunca ocurriera. Pero mi ansiedad no tenía fin. Tenía que comprarlo. Después de todo mi viejo lo había aprobado y a él también le gustaba según me dijo.

Así que me puse en campaña para conseguirlo. Pero los diareros ya no lo tenían. De todos modos lo podrían conseguir si tanto lo quería. Era caro.

Por fin un día, uno de los diareros (¿Juan?) me lo entregó. No lo podía creer. Tenía un ejemplar y era mío. Fue el origen de todas las versiones y continuaciones que vendrían después. Y que yo religiosamente leería. Pero este era el primero, el mejor.

Por fin tenía en mis manos el primer tomo de El Eternauta.

Esto va dedicado a Javier, a Juan (?), a la
biblioteca pública de Perú y Bolívar, a Don
Alberto, a mi niñez, a Oesterheld y a todos los
que como ellos ya no están más… Ah, y a
Solano López que sigue estando.

Marcelo H. Piñeiro

2 comentarios:

Gedece dijo...

Yo debo confesar que lo leí por primera vez sabiendo lo que iba a leer, aunque coincido en que no estaba preparado para hacerlo, es realmente fantástico. Por cierto, la alusión a la cancha de river me hizo identificar el relato mucho antes del final. :)

Sr. Cairo dijo...

Si, me imagino.
Vos sabés que yo cuando lo leí, en serio no tenía idea de lo que estaba leyendo. Recién hacía mis primeras armas con editorial Record (que por otra parte recién empezaba... hacía un año o dos).
En ese momento leía más Columba.
Para mí fue una revolución.

Gracias y un abrazo